SENTIDO COMÚN Y FUTURO: LA UTOPÍA POSIBLE
Revista en Pie de Paz nº 50
Dossier "Derechos y necesidades humanas"Alfonso Dubois
El presente texto demanda el compromiso de definir un proyecto humano construido sobre la participación y la opción, no siempre obvia, de la solidaridad.
Afirmar que nuestro tiempo se caracteriza por en él se produce un profundo cambio del cuadro de referencias que ha marcado durante años nuestra sociedad -dentro del cual se explicaba nuestra inserción personal-, aunque no sea original no deja de ser cierto, y no queda más remedio que hacerlo constar. Y de todas las manifestaciones que conlleva ese cambio, tal vez la más significativa sea el descoloque del lugar que debe ocupar nuestra individualidad en la compleja trama de relaciones con que se nos presenta hoy la vida del planeta.
Sentimos el desconcierto cuando los lazos que nos unen con las demás personas se desvanecen, o se relativizan, hasta tal punto que nuestra propia identidad se tambalea. No sabemos quiénes somos cuando no sabemos qué significado tienen para nuestra vida los seres que se encuentran a nuestro lado o lejos, pero, de quienes intuimos que la distancia no supone una desconexión. No podemos permanecer en una continua incertidumbre y necesitamos encontrar una respuesta, un modo de relacionarnos donde sepamos quiénes somos en cada momento. Esta necesidad no es otra que la permanente búsqueda del sentido de nuestra existencia. Un sentido que no se encuentra escrito en las estrellas ni en los genes que nos constituyen. Encontrar el lenguaje que formule con convicción y efectividad en cada momento esa vinculación ha sido, de una u otra manera, con uno u otro contenido, la tarea de la ética y la filosofía en general.
La globalidad o la mundialización, sea cual sea el término con que los denominemos y sin entrar en el debate sobre los contenidos y alcances que tenga, se nos presenta como una dimensión cada vez más presente. Lo planetario, las categorías globales (población, medio ambiente, pobreza, seguridad ... ), los procesos transnacionales (migraciones, empresas, integraciones políticas ... ) parece que se imponen como hechos dados y crecientes en su extensión. Ante ellos la persona singular se acoquina, pierde el sitio (la posición, dirían en jerga deportiva), como si no tuviera nada que decir ante las macrocifras y las transversalidades que escapan a las fronteras conocidas. 0, peor, siente que se le está diciendo que no tiene por qué decir nada.
La reacción es la retirada al espacio de lo conocido, lo que se domina, donde se
encuentra sentido a la propia vida. Las preocupaciones y las relaciones se circunscriben al mundo de la familia, la vecindad y el trabajo, y el horizonte de la existencia se pone en unas fronteras que se corresponden más o menos con las que se hallan trazadas en los mapas respecto a nuestro país, y se va difuminando progresivamente con la distancia. Pero sobre todo, las marcas de los limites son las que cada uno o cada una siente que son las suyas. Más allá de ellas, se extiende un mundo que no es el de ellas, es inevitable e imprescindible.La vida personal va a encontrar su perfección en el espacio doméstico de la urbanización aséptica, para los sectores más acomodados, o del piso al que se le destinan los ahorros en una progresiva dedicación de nuestros afectos para que nos asegure la necesaria paz del cuerpo. Las posibilidades fantásticas se nos ofrecen, se nos presentan y las deseamos en un ámbito cada vez
más estrecho, aunque cada vez viajemos mas por el mundo, pero también cada vez más a
través de unos mecanismos establecidos que no nos abren las marcas puestas, en gran parte
porque tampoco se buscan ni se siente la necesidad de esa apertura.En definitiva, se debilita el sentido de nuestra relación con el conjunto de los seres humanos. No nos definimos de manera decidida como miembros de esa humanidad; más bien huimos de ella para encontrar otras formas de pertenencia al género humano. Pero la referencia de nuestras vidas particulares con respecto a todas las demás, en su conjunto o con cada una de ellas, es inevitable e imprescindible. Podrá negarse la igualdad o la fraternidad, pero ésa es también una forma de definir la relación.
Podrá negarse la igualdad o la fraternidad, pero ésa es también una forma de definir la relación.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos ha sido la más reciente de las formulaciones que condensaba la visión de las corresponsabilidades, de los vínculos que relacionaban a todos los miembros de la especie humana. Dejando a un lado cuál haya sido su grado de cumplimiento, ha habido consenso en considerar que este catálogo era un paso necesario y positivo, aunque insuficiente, y que su aceptación nos hacía reconocernos como más humanos al reconocernos con derechos y obligaciones mutuos. Aun con las deficiencias y limitaciones que posee, entre las que no es la menor que su elaboración haya sido obra casi exclusiva de los países occidentales, estableció un horizonte en un momento en que la experiencia de la destrucción de los vínculos básicos entre los humanos estaba reciente.
Pero, hoy no parece ya cumplir esa función, o por lo menos no de manera suficiente. Los derechos humanos siguen vigentes pero, no forman el cemento de nuestra convivencia; prácticamente su papel se reduce al reconocimiento de los mínimos, a partir de los cuales se perdiera todo sentido de humanidad en uno mismo. Así, el derecho a la vida se convierte en un simple derecho a no ser matado; es un límite, no un horizonte. Será difícil construir algo desde bases tan reducidas.
Este progresivo decaimiento de los derechos humanos responde a varias causas. La
nueva dimensión de lo global, entendida como aceleración de la interdependencia, abre una época de debilidades y desconciertos. Se requieren nuevas formulaciones de derechos
deberes, porque las situaciones han cambiado y las relaciones también. La humanidad deja de ser un concepto abstracto y se convierte en una presencia real y cotidiana que nos golpea y sorprende. Y no sólo por la televisión o los demás medios que nos acercan visiones de las vidas de otros seres; sino, sobre todo, porque esas vidas repercuten en las nuestras y viceversa, más allá de cuáles sean nuestras convicciones y sentimientos. Nuestros ahorros se invierten en fondos que trabajan con los mercados de capital de los países en desarrollo, sus gestores colocan y descolocan los dineros en unos y otros valores afectando las condiciones de supervivencia de muchas gentes de los países donde actúan. Los sufrimientos de las mayorías de aquellos países donde la volatilidad de los capitales ha producido costes sociales graves y repentinos, a su vez, crean inestabilidad en contextos más amplios que los de sus fronteras, aunque no lo pretendan, y sus ecos llegan de muy diversas maneras hasta nuestras sociedades. No cabe escapar de este tejido en el que nuestras personas, cada uno y cada una, se encuentran atrapadas.Hay que situarse en el nuevo escenario. Pero ¿desde dónde hacerse la pregunta? Históricamente, la reflexión se planteaba desde una concepción metafísica que partía de entender la naturaleza humana como una realidad objetiva. Si se lograba profundizar en su conocimiento, aparecerían las características propias de los seres humanos. A partir de ellas se podrían establecer los derechos naturales que establecerían las bases de la relación entre los seres.
¿Cuáles son hoy las bases, los fundamentos, sobre los que construir nuestras relaciones como especie humana? La respuesta se encuentra en la existencia o no de intereses comunes de cara al futuro, y en la intensidad de esos intereses. Sólo desde ahí tiene sentido
preguntarse quiénes somos como seres humanos. La gran pregunta es saber quiénes somos
frente al futuro. 0, dicho de otra manera, ¿qué futuro podemos y
queremos construir para todos y todas? Aquí no se trata de predecir el escenario que se piensa más probable de acuerdo con el análisis que se haga de las tendencias o fuerzas que se adivinan más poderosas. Es algo muy distinto y más decisivo: es plantear la voluntad y el compromiso de avanzar hacia un determinado escenario de convivencia. Es partir del presupuesto de que el futuro es inevitablemente un proyecto en manos de los humanos, de que su concreción
no se encuentra determinada desde fuera. Y de que en ese proyecto cabe tanto la solidaridad como la exclusión.La cuestión no es tan sencilla. La solidaridad con nuestros congéneres no es tan evidente como para ser un dato del que haya que partir. No es seguro que encontremos en el fondo de la naturaleza humana un determinante biológico que nos conduzca irremisiblemente a la cooperación con la especie. Precisamente la historia humana es la difícil construcción de una convivencia respetuosa
siempre amenazada y con muestras continuas de transgresiones. E] siglo XX ha sido uno de los más sangrientos de la historia, si no el más, y como señala Hobsbawm, su finalización con los episodios de los Balcanes, Somalia, Sierra Leona o Liberia no permite demasiados optimismos, y ha dejado un poso ciertamente amargo sobre nuestro aprendizaje humano de convivencia.La solidaridad es una meta a alcanzar, será el fruto de la voluntad y del esfuerzo de la imaginación, la reflexión y el compromiso por las realizaciones. No descubriremos nunca la solidaridad si no somos capaces de proponérnosla y de crearla. No convergemos hacia la convivencia cooperadora y hacia la interdependencia enriquecedora si no nos lo planteamos como objetivo, como definición de nuestra especie. Somos y seremos lo que queramos ser; nos definimos continuamente, sin responder a un boceto establecido.
Pero ¿quiénes participan y quiénes deben participar en la elaboración de una respuesta solidaria? Ésta es una cuestión central, ya que no puede partirse de la aceptación general e incontestada de la necesidad de la participación. La función de las vanguardias, las elites o las personas ilustradas como definidores privilegiados de lo que deba ser el proyecto humano ha sido defendida, y lo sigue sien do de muchas maneras, más o menos explicitas. La exclusión no es una excepción, sino que ha sido una constante en la construcción de la convivencia.
Partir de la negación de toda exclusión es el principio de una forma de definir lo humano; con ella se está diciendo que la definición de lo humano es el resultado de todas las voluntades o, caso de no darse, no es humano el proyecto que se propone. La afirmación de la participación como requisito imprescindible de construir una convivencia humana válida y valiosa no es evidente, si no se plantea decididamente como proyecto. Afirmar que debe ser la comunidad humana la que participe, al máximo posible -el cual siempre será mejorable y perfectible-, en la definición de su futuro, implica hacer lo necesario para que esa participación sea real. No es una mera declaración bienintencionada, sino que determina como prioridad que las personas y los colectivos dispongan de los instrumentos y las capacidades para participar.
Crear una comunidad humana es abrir los espacios y ofrecer las oportunidades para que el futuro sea cada vez más el resultado de múltiples aportaciones interconectadas e interdependientes, pero no confundidas ni amalgamadas. En ese juego, la base es la persona individual. Si no hay garantía de que toda persona participa efectivamente en las decisiones que adopta el grupo mis elemental al que pertenece, el proceso nace viciado por admitir la exclusión. En última instancia, eso significa que a determinadas personas se les niega el futuro. No sirve darle algo material desde fuera; si no ha participado en decidir qué quiere, le hemos arrebatado su libertad de ser lo que podría ser, le hemos dejado sin futuro.
El ser humano se constituye como tal cuando sus potencialidades se ponen en movimiento, y éstas sólo lo harán cuando frente a él se presenta un futuro. Una persona alcanza su bienestar cuando puede decidir sobre su vida, cuando sus capacidades y los recursos de que dispone le permiten discernir, optar, rechazar, programar, desear,"sentir... El reconocimiento de este objetivo como base de humanidad y el compromiso de ejercitar la
acción política necesaria para conseguir su realización es la base ética que se propone para construir un nuevo paradigma humano que responda a la dimensión planetaria que nos ha tocado vivir.La falta de futuro nos deshumaniza, y un futuro humano sólo es pensable desde la reinvención del papel que cada persona debe jugar en su formulación y realización. Denunciar todo aquello, que en nuestra sociedad impide o dificulta avanzar en la construcción del futuro necesario, el que sea obra de la participación siempre inacabada e incompleta, siempre perfectible, es la tarea previa para reinventar un paradigma de emancipación como lo llama Sousa Santos. De este autor recojo las palabras para finalizar: construir e nueva utopía es construir una utopía pragmática del sentido común, lo que no es una tarea fácil; pero si, como dijo Hegel, la paciencia de los conceptos es grande, la paciencia de la utopía es infinita.