TESTIMONIOS DESDE PALESTINA

JOSÉ A. ANTÓN VALERO
ENTREPUEBLOS


El relato de Raida
El relato de Shuruk
El relato de Sahar


EL RELATO DE RAIDA

Nuestra tierra no es estéril; a cada tierra le corresponde un día en que nacer; a cada amanecer, cita con un rebelde Mahmud Darwish. Desde Palestina, 1989

En primer lugar, he aquí el relato de Raida, nacida hace dieciséis años en el campo de Kalandia, un campo de refugiados palestinos. Kalandia está situado al norte de Jerusalén, en la carretera de Ramallah.

En 1949, Kalandia agrupaba a alrededor de unas 3000 personas de 49 pueblos. Aunque no más que un simple campamento al principio, poco a poco el lugar se transformó en un pueblo con casas sencillas, con las paredes de hormigón y con los tejados de fibrocemento. Hoy viven 5.600 personas y casi todas las casas tienen electricidad y agua corriente. El padre de Raida se quedó en el campo y buscó trabajo entre los judíos. Tan pronto vende legumbres en el mercado de Jerusalén como trabaja de albañil en Cisjordania, en los talleres de los colonos judíos. Gana menos dinero que sus colegas judíos y, como palestino, no Puede aspirar a conseguir un empleo más estable. Tiene prohibido afiliarse al sindicato israelita, "Histadrouth", pero las autoridades llevan a cabo las retenciones de sus cotizaciones sobre su salario. Paga los impuestos, entrega su cuota para los servicios sociales y para la jubilación, pero no tiene derecho a disfrutar de ventajas sociales por no ser ciudadano israelita. Es un "ciudadano de ninguna parte", es un apátrida.

En Kalandia, 886 niñas y 800 niños frecuentan las cuatro escuelas del UNRWA (Oficina de Socorro y Trabajos de las Naciones Unidas para los refugiados de Palestina en el Próximo Oriente), salvo que las escuelas sean cerradas por los militares, cosa que suele ocurrir con mucha frecuencia. Según los informes del UNRWA, los hijos de los refugiados están muy motivados y el 97% saca adelante sus estudios. Quieren convertirse en ingenieros, profesores, médicos o farmacéuticos; se niegan a "desempeñar trabajos de esclavos" para los judíos, como lo hacen sus padres.

Además, los habitantes del campo han construido su propia mezquita y han abierto tenderetes, muchas veces en sus propias casas. En Kalandia, como en todas partes, son los niños y los adolescentes quienes organizan las manifestaciones contra el ocupante, quienes llevan a cabo la guerra de las piedras contra los soldados armados. Los niños están traumatizados por culpa de la presencia, han visto cómo sus padres han sido humillados y golpeados por los israelitas, quedan marcados para siempre, física y moralmente. Empiezan a rechazar el miedo, la sumisión; protestan, y la experiencia les ha permitido descubrir algo sorprendente; "a veces, los soldados también tienen miedo,- dice Raida.

Antes, tanto en el campo como en el pueblo, se juzgaba a los jóvenes según a la familia que pertenecían, su nivel de instrucción o su profesión. Hoy en día, se les juzga según su participación en la Intifada. Perfectos desconocidos visitan a los heridos en los hospitales, y les cubren de flores. Los muertos son enterrados como si se tratara de héroes y algunas calles llevan sus nombres, como por ejemplo el de Ata, el mártir de Kalandia.



"Sobre las paredes de nuestra escuela escribo con orgullo: ¡la Intifada es la escuela de la nueva generación!"

Mi historia comienza el día en el que nos expulsaron de nuestro pueblo, llamado Sar'a en otros tiempos. Un bello pueblo, con casas de piedra y tejados de rojas tejas. Mi abuela tenía catorce años cuando a ella y a sus padres les expulsaron de su pueblo, La historia de Sar'a el pueblo que ya no existe, se la ha contado a sus hijos incansablemente y ahora nos la cuenta a nosotros, a sus nietos.

Las gentes de Sar'a vivían en paz con sus vecinos judíos. En el café, se sentaban unos con otros, jugaban al shesbesh (chaquete) y fumaban sus pipas turcas. Tanto árabes como judíos festejaban sus bodas en común. Y cuando nacía un niño, se alegraban por igual los del pueblo que los vecinos judíos; y todos se ponían de luto cuando alguien moría, tanto los judíos como los árabes. Después, de repente, un día llegaron otros judíos. Querían fundar un Estado, y en su Estado hebreo, decían, no habría sitio para los árabes. Llegaron desde todos los lugares del mundo y se llamaban "sionistas". De la noche a la mañana, los habitantes de Sar'a y sus vecinos judíos se volvieron enemigos, ya que los sionistas trajeron armas para expulsarnos de nuestras tierras. Mataron a mujeres y a niños en Deir Yassin y en otros sitios. Cuando incendiaron las casas de Sar'a, los habitantes tuvieron miedo. Escaparon, presos del pánico. Con los pies descalzos, corrieron campo a través hacia las colinas desiertas de Judea. Huyeron en todas direcciones. Corrieron hasta llegar a Hebrón, a Jericó, a Ramallah y a Amman.

Una casa de hormigón con dos habitaciones sustituyó a la tienda de campaña.
Yo, Raida, sigo siendo una hija de refugiados y continuamos viviendo del arroz, del azúcar y de la harina que nos da el UNRWA.
Sar'a, nuestro pueblo en el corazón de Palestina, ya no existe. Han plantado un bosque sobre los escombros de las casas demolidas y, al lado, han construido un nuevo pueblo, un pueblo judío al que llaman Zora.

Tengo cuatro hermanos y tres hermanas. Yo les cuento historias de nuestro tiempo.
Cuando el pequeño Ahmed, transformado en adulto, comprendió lo que les había sucedido a su padre, a su hermano y a su país, juró que vengaría a su padre, a su hermano y a su pueblo. Se convirtió en un combatiente por la libertad. Su madre y Miryam le suplicaron en vano que no se marchase. Pero Ahmed estaba decidido a vengar a su padre, a su hermano y a su pueblo. Se marchó y nunca más regresó. Un día llegó una carta; en ella se podía leer: "ha sacrificado su vida por su padre, por su hermano y por su pueblo".

Estas son nuestras historias, historias de campos de refugiados. En todas partes, en el Líbano, en Siria, en Jordania, en los campos de Gaza y del oeste de Jordania, se cuentan las mismas historias.

Una noche, los soldados golpearon nuestra puerta. Gritaron: "Iftah el bad -¡abrid!-". Y con las botas dieron patadas en la puerta. Nuestra madre se despertó, salió de la cama para no despertar a los niños. Pero los niños no dormían, lloraban, ya que en sus corazones de niños tenían miedo de los soldados. Padre también se había despertado e intentaba calmar a los pequeños. Los soldados le dijeron a nuestra madre: -buscamos a tu marido. ¿Dónde está?-. Estábamos como paralizados por culpa del miedo. La primera en recuperarse fue mamá y preguntó" ¿Qué queréis de él? ¿Qué es lo que ha hecho? No tenéis derecho a llevároslo, es el único sostén de la familia". Ellos gritaron: "Uskut -¡cállate!" y se lo llevaron.

Pasaron días, semanas y meses, y nuestro padre no regresaba. Mucho tiempo después, mamá supo finalmente que había sido trasladado a la prisión de Ramleh. El juez le había condenado a cuatro años de cárcel. Estaba acusado de pertenecer a una organización palestina -una organización prohibida-. Pasaron meses y anos. Fueron unos años muy duros, ya que papá no había dejado ahorros y mamá no siempre podía marchase de casa para ir a trabajar: todavía éramos muy pequeños. Muchas veces se preguntaba de dónde iba a sacar dinero para alimentarnos y vestirnos. En esos tiempos difíciles, los vecinos acudieron en nuestra ayuda. A veces mamá iba a ver a nuestro padre a la cárcel y, a su regreso, no decía nada durante mucho tiempo. Se callaba y sufría por nuestro padre.

Volvió, pero ya no era el mismo. Le habían destrozado en la cárcel. La tortura le había destrozado. Se quedaba en casa, sentado, mudo, sin moverse; y reflexionaba sobre la vida, sobre el porvenir de sus hijos, de su país. A fuerza de palos, habían ahuyentado la esperanza de su corazón. Ya no tenía esperanza, ni el valor de seguir viviendo, ni fuerza, y no lograba encontrar trabajo. Los judíos no querían a un hombre que había sido destrozado en una cárcel israelita. Sufría por no encontrar trabajo, y no encontraba trabajo por haber padecido tortura. Se veía en su cara. Los judíos no querían ver eso.

También desaparecen hombres de nuestro campo; cada mes y, a veces, todos lo días. Se los llevan cuando está oscuro, los soldados vienen siempre por la noche. Una noche, vinieron a buscar a mi tío. Mi tío es periodista. En una revista palestina describió nuestra situación. Escribió cosas que no les gustaron. Entonces, vinieron y le encarcelaron durante un período de seis meses. Al cabo de los seis meses fuimos a buscarle a la cárcel. Estaba muy contenta de volverle a ver al fin. Quería mucho a mi tío.

Tampoco pude estrecharle entre mis brazos aquel día. Ellos dijeron: "Ya no esta aquí, ya no está en este país. Ahora su Palestina es el Líbano. Id a verle allí. Le hemos deportado. Anoche le llevamos al otro lado de la frontera en helicóptero.

Lloré mucho al enterarme de la deportación de mi tío. Desde entonces han pasado muchos años. Nunca más hemos vuelto atener noticias suyas. Hemos colgado su retrato en la pared, junto con el de los otros mártires de nuestro pueblo.

Pero nos hemos hecho mayores, nosotros, la generación de la tercera guerra, y queremos algo más que sobrevivir. Queremos recuperar nuestro honor, nuestro orgullo y nuestra dignidad, restablecer el honor, el orgullo y la dignidad de nuestros padres y de nuestros abuelos. Estábamos decididos a liberarnos de la opresión nosotros mismos. Nos sublevamos.

Y a la rebelión la hemos llamado "Intifada", a nuestra rebelión, la de la juventud palestina, la chebad. En aquellos días de diciembre, cuando por primera vez cogimos las piedras, no podíamos saber lo larga y dura que iba a ser la lucha. Pero sabíamos que no soltaríamos las piedras hasta que no hubiésemos recuperado nuestros derechos y la justicia.

Se llevaron a mi hermano. Tiene quince años. Se lo llevaron. Aquella noche llevaron a todos los hombres de entre trece y treinta y cinco años. ¡Como si un niño de trece años fuese un hombre! Cogieron sus papeles. Les condujeron frente a la escuela. Durante casi toda la noche, se quedaron allí, acurrucados delante del muro del colegio, vigilados por los soldados que estaban en el jeep. Soplaba un viento glacial aquella noche de diciembre. Soplaba tan fuerte, que temíamos por nuestros jóvenes olivos. No paraba de llover y la lluvia se escurría por las callejuelas como un arroyo de barro. Los hombres -de entre trece y treinta y cinco años- seguían allí, sentados en el suelo, y la lluvia calaba sus ropas, y no tenían derecho a moverse tras las puertas y las ventanas de las casa de Kalandia rugía la ira. Por la mañana, condujeron a los hombres empapados en un camión a la cárcel. En la cárcel, los hombres del- "Mukhabarat" -los servicios secretos israelitas- preguntaron: "¿Quién lanza piedras en vuestro campo?". Nadie respondió. Durante dieciocho días, los hombres y los niños se quedaron en esa prisión, algunos incluso mucho más tiempo. Entre los que regresaron, algunos ya no podían andar, ya no podían mover ni los brazos ni las piernas. Los hombres del Mukhabarat habían roto los brazos y las piernas de los niños; sus almas también. Las noches de esos niños están pobladas de pesadillas.

Tenemos prohibido escribir los nombres "Abu" y "Palestina" en las paredes, y los soldados nos obligan a borrarlos. Pero, en cuanto llega el día siguiente, otros hombres aparecen sobre las paredes de las casas de Kalandia. Las paredes de Kalandia han reemplazado a la pizarra del colegio; escribimos sobre las paredes para no olvidar el arte de escribir.

Alí forma parte de la banda de Yussuf, y Yussuf es mi hermano. Tiene doce años y es el jefe de la banda. En nuestro campo, Yussuf es quien organiza la kapsia, los lanzamientos de piedras contra los soldados. Se toma muy en serio su tarea. Él y su grupo son responsables del combate por Palestina -eso es lo que piensa Yussuf. Los chicos mayores están en la cárcel; muchas muchachas, también, y los hombres que no están en la cárcel tienen que trabajar para llevar dinero a casa. Todas las mañanas, los pequeños combatientes de Kalandia se reúnen para analizar la situación. Igual que los generales de los estados mayores, deciden cuál será la táctica a emplear frente al enemigo -los soldados israelitas. Cada uno de ellos entrega su dinerillo y compran gasolina. Prenden fuegos a los neumáticos, lanzan piedras y obedecen todos a Yussuf. A veces, sus responsabilidades le agobian -cuando descubre a algún traidor en su equipo-.

Algún día yo les contaré esta historia a mis hijos. Les diré: escuchad esta historia de los tiempos de la Intifada, de los tiempos en los que la juventud palestina luchaba por la libertad con el propósito de que, algún día, sus descendientes viviesen libremente en un país libre. Nosotros, los jóvenes de los tiempos de la intifada, hemos sacrificado muchas cosas. Y confiamos en que nuestros hijos hablarán de nosotros con respeto.

Esto sucedió al principio de la Intifada. Mohammed, como tantos otros jóvenes, estuvo encarcelado "por detención administrativa", como dicen ellos, para quitarles a otros el mínimo deseo de rebelarse. Tenía dieciséis años. Y fue entonces cuando llegaron con su chapa ondulada, con sus clavos y sus martillos, para tapiar la casa. A eso le llaman castigo colectivo.

Desde hace aproximadamente un año, la familia vive en la terraza. Los diez: los padres, los niños y los abuelos.

Cuando, ocho meses más tarde, Mohammed pudo finalmente salir del campo de internamiento y volver a su casa -para ser exactos, a la terraza- no pudo disfrutar por mucho tiempo de su libertad. El quinto día que pasaba en libertad, durante una acción de lanzamiento de piedras, una bala de fusil le hirió en el brazo.

El decimotercer día que pasaba en libertad, después de haber salido del hospital, Mohammed estaba sentado en la terraza. Su brazo le dolía mucho, Fumaba un cigarrillo tras otro para calmar el dolor. Como se le terminaron, salió para comprar más. Era el 3 de diciembre, en el segundo año de la Intifada.

Enfrente de la tienda donde Mohammed fue a comprar los cigarrillos, había un "jeep" lleno de soldados. Uno de ellos le gritó: -¡Eh, tú!- Y, desde entonces, Mohammed ya no recuerda nada de lo que le pasó. Volvió a recobrar la conciencia mucho más tarde, en el hospital.

Pero ¿por qué se dio la vuelta Mohammed, por qué miró de frente a los soldados?- se lamenta su madre.

Ahora, también él puede mostrar sus radiografías y el informe médico, en donde está escrito: "Admitido en urgencias con fuertes hemorragias en la boca y en el cráneo". Cinco balas de fusil han hecho de Mohammed otra persona. Su rostro parece un pedazo de olivo arrancado del suelo, su boca las ruinas de una casa hecha añicos con dinamita. "Hueso molar y mandíbulas, rotas", especifica el informe médico. El retrato de un árabe víctima del furor de los soldados israelitas. Ese es Mohammed, que ya no oye nada, que no puede hablar, ni comer. Mohammed no volverá a mirar a un soldado de frente nunca más, porque dice que "en los ojos de los soldados acecha la muerte".

Esta es la historia de la casa amurallada y de Mohammed, cuyo rostro ya no es más que un desgarrón, pero cuyos ojos siguen brillando con el fuego del odio.

Cuando en el último mes de diciembre volvieron a abrir las escuelas, nos pusimos muy contentos. Estuvieron cerradas durante casi todo un año. Yo estaba muy emocionada cuando preparé mi cartera y me puse mi blusa. Fui corriendo al colegio, me precipité en el interior de la clase; estaba muy impaciente por poder volver a aprender al fin. Los profesores habían olvidado nuestros nombres; se dieron cuenta de que no recordábamos nada de nuestras lecciones del año anterior. Entonces, nos dijeron que teníamos que empezar otra vez los cursos del año anterior y aplicarnos en la tarea. Y nada nos llegaba al alma más que aquello.

Apenas un mes después de la nueva apertura de la escuela, un oficial se presentó una buena mañana. Le entregó un papel a la directora y, con tono arrogante, declaró: -¡Se acabaron las lecciones! Hemos decidido cerrar la escuela desde mañana hasta nueva orden.

-Pero ¿por qué razón? -quiso saber la directora, que se preguntaba cómo iba a dar esta noticia a los alumnos. El oficial la dejó sin respuesta, se dio la vuelta y se marcho. Era una mala noticia para nosotros. Estábamos tan decepcionados, que expresamos abiertamente toda nuestra ira. Decidimos no quedarnos sin hacer nada: manifestarnos. Nos presentamos en comitiva en las oficinas de la ONU, en Ramallah. Estábamos firmemente decididos a hacer que se nos escuchase. Pero las gentes de la ONU no podían hacer nada por nosotros. Entonces, ocupamos las oficinas.

Cuando los soldados recibieron la noticia de nuestra manifestación, quisieron darnos una lección de brutalidad, ya que a los niños palestinos les está prohibido manifestarse: así como les está prohibido aprender, se les prohibe reclamar el derecho a aprender.

Sus lecciones son dolorosas. A nuestra petición de volver a la escuela, ellos respondieron con sus pelotas de goma y sus granadas lacrimógenas. Acabamos cediendo. Regresamos llorando a casa por culpa del año de escuela perdido.

Al principio, intentábamos reunirnos con nuestros profesores en algún otro lugar que no fuera el colegio. Pero también eso estaba prohibido por los militares; y los profesores que fueron sorprendidos compartiendo sus conocimientos con nosotros fueron internados.

Envidio a los niños que tienen derecho a aprender. Cuando veo a un niño en la calle, con su cartera en la mano, me vuelvo loca de rabia. Pero la rabia que siento cuando veo a los ocupantes es todavía mucho mayor. Se dan la gran vida aquí, en nuestro país. ¿Y nosotros? Los niños judíos tienen derecho a aprender y nosotros apenas sí tenemos derecho a verles ir a la escuela; ¿acaso es eso justicia?

Yo os pregunto: vosotros, que desde siempre tenéis derecho a aprender, ¿sabéis lo que significa no poder ir más a la escuela?


TORNAR


EL RELATO DE SHURUK

Cerca del campo de refugiados de Kalandia, se encuentra Beit Hanina, en las afueras de la parte árabe de Jerusalén. Es un barrio burgués, cuyas bonitas casas están construidas con las llamadas piedras "de Jerusalén".

Hasta la guerra de los Seis Días, en 1967, Beit Hanina formaba parte de Jordania; más tarde, la ciudad fue anexionada por Israel, lo mismo que la parte del este de Jerusalén, que hasta ese momento era árabe. Desde entonces, tanto los lugares como los habitantes, la mayoría de ellos árabes, fueron sometidos a la legislación israelita, -sin embargo, no por eso los árabes son considerados como ciudadanos israelitas. Se les considera como ciudadanos de segunda clase, lo mismo que a los palestinos que viven en territorio israelita.

En Beit Hanina vive Shuruk, junto con sus padres y, sus tres hermanas. Su madre es profesora; su padre, escritor y editor de tina revista cultural árabe. Como la mayoría de los palestinos, Shuruk es de religión islámica.

Shuruk no tiene más que quince años, pero piensa que su edad es la apropiada para empezar a adoptar un compromiso con el porvenir de su país. Pertenece a la chebab, a la juventud combatiente de Palestina.

En el mes de diciembre de 1988, Shuruk fue arrestada. Se le acusaba de haber lanzado piedras contra un autocar de colonos judíos. Pasó las primeras semanas de su detención en la siniestra prisión policial de Jerusalén. Luego, ella y sus amigas fueron trasladadas al convento de las hermanas del Rosario (gracias a la demanda de sus abogados). Desde entonces, está en su casa, en arresto domiciliario bajo fianza.



A la mañana siguiente, besé a mi madre antes de marcharme, algo que raramente hago. Era el cumpleaños de mi hermana pequeña, Decidieron festejarlo en casa de mí abuela. Dos cumpleaños en dos días era demasiado trabajo para mi madre. Le dije que iría directamente a casa de la abuela al salir del colegio, después de haberle comprado un regalo a mi hermana pequeña.

Corrí hasta llegar a la calle grande. Unas muchachas de mi escuela estaban esperando en la parada del autobús. También había soldados que, como siempre, iban de un lado para otro. Nos observaban con desconfianza y nos hacían estúpidos comentarios para fastidiarnos. No les prestamos la más mínima atención. Aquella mañana había salido antes de lo normal ¡porque quería venderles periódicos a los camaradas de Cisjordania! Una alumna hacía una colecta para una muchacha que había sido encarcelada por lanzar piedras y cuyos padres no contaban con los medios suficientes para pagar a un abogado. Como todas las mañanas, antes de empezar las clases, guardamos un minuto de silencio recordando a la última víctima de la Intifada. Aquella mañana, honramos la memoria de un chico asesinado por soldados israelitas. Una compañera leyó un poema. Luego dijo que aquel muchacho ocuparla en adelante un lugar en nuestros corazones, junto con los mártires de la Intifada. Yo no conocía a aquel chico, pero me sentía muy cerca de él. Debido a la Intifada, las clases no duran más que treinta minutos, en lugar de cuarenta y cinco como antes, y todas las escuelas se cierran al mediodía. A esa hora, se cierran también las tiendas. Desde que comenzó la Intifada, la vida se detiene al final de la mañana. Por la tarde, las calles están desiertas.

Hay que apresurarse cuando se quiere comprar algo, ya que las tiendas siempre cierran a la hora en punto. Cuando sonó la campana, me precipité hacia la calle. Me acompañaba mi amiga. Tuvimos el tiempo justo de deslizarnos bajo la persiana de acero que ya estaban bajando, Los propietarios de las tiendas tienen que cerrar a la hora precisa, tal y como lo exige la dirección de nuestra sublevación. Por la tarde todo está cerrado, las tiendas, las oficinas y las escuelas. De este modo llevamos a cabo la huelga contra el ocupante, Por medio de la huelga, demostrarnos a los israelitas que nosotros decidimos nuestra propia suerte.

Al salir de la tienda, oímos unos disparos, unos nueve o diez, Corrimos todos lo rápido que nos fue posible. Mi amiga se cayó. Me llamó. Yo pensé: ¡Dios mío, está herida! Corrí hacia ella y la ayudé a levantarse. Los soldados ya estaban allí, alrededor nuestro. Una sensación extraña se me anudo en el estómago. Me dije a mí misma: ya me ha llegado el turno. Es tu hora, Shuruk. Yo sabía bien que eso tenía que pasar un día u otro. Nos agarraron del pelo y nos arrastraron en dirección al autocar de la policía. En el extremo de la calle había un autobús; una piedra había hecho estallar un cristal. Unos colonos judíos muy excitados corrían alrededor. Cuando nos vieron, se precipitaron sobre nosotras como fieras salvajes. Cerré los ojos y contuve el aliento. Era terrible; descargaron sobre nosotras todo su odio, todo su desprecio hacia los árabes, y no había nadie que nos protegiese de su brutalidad. Nos dieron patadas, puñetazos. Nos pegaron y nos escupieron en la cara, y los soldados se contagiaron del furor de los colonos. Nos golpearon con sus porras y nos pisotearon con sus botas mientras gritaban: "Sois bestias, no tenéis derecho a vivir".

Yo participo con mucha frecuencia en ese tipo de acciones. Pero aquel día mis pensamientos estaban lejos de la Intifada; pensaba en mi hermana pequeña. Pero muchas veces esto acaba así: atrapan a unos niños, sin importarles quienes sean, y les hacen pagar por todos los demás. Y aquel día era nuestro turno. Tal vez algún otro haya tenido que pagar por una piedra que yo haya lanzado. Cada uno de nosotros corre el riesgo de ir a parar algún día a la cárcel. Porque esta lucha es la lucha de todo el pueblo palestino. La Intifada nos concierne a todos. Durante todo el trayecto hasta llegar a la prisión de Jerusalén, no pararon de hostigarnos. Cuando, por fin, acabaron de vociferar, vaciaron nuestras carteras del colegio.

En la cárcel nos lo quitaron todo, las carteras, mí reloj; y me arrancaron mi collar. Le dieron la vuelta a mis bolsillos, sólo Dios sabe lo que estaban buscando.
Nos costaba mucho mantenernos en pie sobre una sola pierna, sobre todo a la pequeña que había perdido sus gafas y que no veía nada.
Poco después, llegó mi madre; seguíamos estando de pie contra el muro, de pie sujetándonos con una sola pierna desde hacía ya dos horas. Oí cómo insultaban a mi madre, cómo la humillaban con sus injurias. La llamaron puta y la amenazaron con quitarle a sus hijos. Yo lo oí todo y lloré de rabia.

Me hicieron tres interrogatorios, todos parecidos. Cuando tuvo lugar el tercero, dijo triunfalmente con una mueca: "Lo ves, tus amigas han sido razonables, han confesado" .Yo sabía que eso no era verdad. Me reí delante de sus propias narices, le dije: "¡Es falso, yo sé que no han confesado, porque no hay nada que confesar!".

Lo peor para ellos, creo yo, es que ya no les respetamos. Les hemos perdido todo el miedo y todo el respeto. Nos sentimos fuertes, porque estamos en nuestro derecho. Y se lo demostramos.

Nuestros camaradas nos aportan sus experiencias con el Shin Bet, y ya sabemos de antemano lo que va a suceder en esos interrogatorios. Por lo tanto yo estaba preparada para todo, incluso para la tortura.
Nuestra celda se encontraba situada en el sótano. No tenía más que un minúsculo tragaluz. La luz llegaba a través de un tubo pálido de neón colocado en el techo. Estaba encendido día y noche. Bajo esa luz verde amarillenta, todas las mujeres parecían cadáveres. Sentí un verdadero espanto cuando me empujaron al interior de esa celda estrecha, sofocante, en la que costaba respirar con normalidad. Al principio éramos ocho; y luego, diez. Había otras chicas de mi edad y una mujer más bien mayor, madre de diez hijos. Ella también había lanzado piedras, según pretendían ellos. Sin embargo, los soldados la habían detenido en otro lugar, desde donde nunca habría podido lanzar piedras. También había una mujer: habían fusilado a su marido y dinamitado su casa. Estaba embarazada. Y, finalmente, una turista había sido detenida en Cisjordania: su visado estaba caducado.

Los colchones que había en el suelo estaban muy sucios. A pesar del frío, no había mantas para nosotras, Las demás detenidas sí tenían, las escondían bajo sus colchones. Nos dieron algunas, pero estaban tan mugrientas, que me salió un eccema. Ya sabíamos que las cárceles israelitas eran espantosas. ¿Los WC? Un agujero en el suelo de cemento. Para lavarnos, un cazo para todo el mundo.

Por la mañana, nos condujeron ante un juez. Nuestros padres tienen los medios necesarios para pagar a un abogado, pero existen muchos jóvenes de mi edad, los de los campos por ejemplo, que son pobres; esos se quedan meses enteros en la cárcel o en un campo de internamiento; nadie se ocupa de ellos y las autoridades los olvidan, sencillamente es así.

Con las esposas en las muñecas, atravesamos la plaza de la Iglesia rusa hasta llegar a un edificio que antaño era un convento. Conozco bien esa plaza. Solía pasar por allí con frecuencia. Aquel día, como de costumbre, muchos palestinos estaban allí, esperando recibir noticias de sus parientes o amigos encarcelados. Mi tío y mi tía vinieron a presenciar mi interrogatorio. Tenía prohibido acercarme a ellos; y saludarles, también. El juez escuchó el informe del hombre que ya me había interrogado. Como nos negamos a confesar, la sesión fue aplazada. Nos llevaron de nuevo a la celda.

Para la comida de las doce, nos volvieron a conducir al comedor de los muebles de piedra. Esta vez nos dieron un plato de agua caliente con algunas gotas de aceite flotando en la superficie, algunas patatas y la ya conocida rebanada de pan duro. Metí el pan en esa agua sucia y me esforcé para tragármelo todo. Me decía a mí misma: ¡hay que comer, hay que reponer fuerzas para soportar lo que se avecina! Sobre todo, tenía que conservar la sangre fría para no caer en sus trampas. Apenas si teníamos unos minutos para comer; luego, nos llevaron de nuevo a nuestra celda.

Finalmente, llegó el 9 de diciembre. Era el aniversario de la Intifada.
Quisimos celebrar aquel día como si se tratase de una fiesta nacional. Durante toda la jornada estuvimos cantando canciones nacionalistas, Las mujeres de al lado y los carceleros se enfadaron. Aquel día mi abogado vino a verme. Me trajo ropa de abrigo y los saludos de nuestras compañeras de escuela. Le dijo que todas las alumnas habían protestado por nuestro arresto, que habían organizado sitin (sentadas).

Al día siguiente, uno de los chicos que trabajaban en la cocina me transmitió un saludo de parte de mi primo. Estaba estrictamente prohibido dirigirnos la palabra. Pero, de vez en cuando, conseguíamos hablarnos, intercambiar noticias. Una vez, otro de esos chicos que trabajaba en la cocina llegó incluso a ponerme en la mano, sin que le vieran, un trozo de queso.

Y yo, Shuruk, la hija de un periodista, estoy justamente pagando ese precio. Son sobre todos los niños los que Pagan por la libertad. Nuestras escuelas y nuestras universidades están cerradas la mayoría de las veces. Nuestro combate es el de la chebab, el de la juventud palestina desde Gaza hasta Napluse, y también en Beit Hanina. Lo que está en juego somos nosotros y nuestro porvenir. Por fin lo hemos comprendido y eso está bien. Ahora sabemos que nuestro combate tiene un sentido.

¿Que qué siento estando en la cárcel sin ser culpable? Es cierto que aquella vez yo no tiré piedras, aquel día no. ¿Pero qué significa eso? Todos lanzamos piedras. Hoy es a mí a quien han encerrado, mañana será a algún otro. Lo que me enfurece es que no tenemos ningún derecho en nuestro propio país, que los israelitas hacen con 11,,sotros lo que quieren. Han establecido sus propias leyes para los judíos, y otras distintas para nosotros, los árabes. Y no podemos recurrir de ninguna manera contra sus injustas leyes. Eso es lo que me enfurece.

Nos interesábamos, sobre todo, por las emisoras políticas. También leía libros de política como, por ejemplo, el último escrito por mi padre, en él cuenta cómo fue su juventud en la Palestina ocupada. Explica cómo, al principio, su vida no tenía sentido. No sabía nada de Palestina, que, sin embargo, era su patria. Más tarde, empezó a hacerse preguntas sobre la situación del país. Cuenta, entre otras cosas, cómo los servicios secretos israelitas le hostigaron para que trabajara con ellos. A muchos jóvenes palestinos les prometieron grandes cosas a cambio de que trabajaran para ellos.

Preparamos cuidadosamente nuestra huelga de hambre y establecimos un plan detallado. Durante un semana, llevaríamos a cabo la huelga como muestra de solidaridad con los prisioneros palestinos de Meggido.

Aprovechando la ocasión, también queríamos llamar la atención sobre nuestra propia situación. Para nuestra gran sorpresa, el juez nos anunció que había decidido encerrarnos bajo arresto domiciliario en nuestras propias casas. No me lo podía creer. Lloramos de alegría; nuestros padres, también.

Lo malo es que sigo siendo una prisionera. El sol brilla fuera, pero no tengo derecho a salir, no puedo dar un solo paso frente a la casa. Siempre estoy vigilada. "En caso de infracción", como dicen ellos, mis padres tendrán que pagar una multa de cinco mil shekels y yo volveré a la cárcel.

Desde que he vuelto a casa, el teléfono no para de sonar. Todos mis amigos quieren saber cómo lo he pasado en la cárcel. Tengo visitas desde la mañana hasta la noche. Incluso vienen a verme desconocidos. Es maravilloso saber que tantos palestinos se preocupan por mí. Sobre todo, vienen mujeres, mujeres del barrio que yo no conocía. Mantenemos largas discusiones sobre las consecuencias de la Intifada, sobre la importancia que tiene para nuestra sociedad, especialmente para nosotras, las mujeres.

Desde que comenzó la Intifada han cambiado muchas cosas. En estos momentos, me siento totalmente igual a los hombres. Hombres, mujeres, niños o niñas llevan a cabo el mismo combate por la independencia, van a la cárcel, arriesgan sus vidas. Ahora, los hombres y las mujeres comparten las cargas familiares a un mismo nivel. La mayoría de las veces las mujeres se comprometen más que los hombres; organizan jardines de infancia, se van a Cisjordania para dar clases a domicilio cuando los militares cierran las escuelas. Ya nadie se queda en casa esperando a que las cosas cambien solas. En nuestra lucha, cada uno desempaña su tarea. Por lo tanto, es justo que las mujeres participen en el combate. Las mujeres también lanzan piedras.

En la cárcel, tuve tiempo para reflexionar. Muchas veces me pregunto si los niños judíos de mi edad -por ejemplo, los de la playa de Tel-Aviv- saben que nos encierran en la cárcel, que se nos prohibe ir a la escuela, que se nos priva de toda libertad. Me gustaría saber lo que piensan los niños judíos de mi edad sobre todo esto. ¿Les parece justo lo que me han hecho?

Muchos periódicos árabes, que están en venta en todos los kioscos de Jerusalén Este, están prohibidos en Cisjordania por razones políticas.


TORNAR


EL RELATO DE SAHAR

Entre Jerusalén y Belén está situada Beit Sahur, pequeña ciudad palestina, el lugar bíblico del campo de los pastores. Es ahí donde vive Sahar, una muchacha de diecisiete años.

Mientras que la muchedumbre formada por los peregrinos se dirige siempre a Belén, lugar en el que gran parte de Sus 90.000 habitantes vive gracias a la venta de artículos de "souvenir", la pequeña ciudad de Beit Sahur, con sus apenas 9.000 habitantes, ha vivido siempre bajo la sombra de su hermana mayor.



Las gentes de Beit Sahur viven en esta región, llamada Cisjordania o también "territorio ocupado". Hasta 1967, los jordanos ocupaban esta región; luego, llegaron los israelitas. Aquello no supuso un gran cambio, según dice mi abuelo. El único problema era que los jordanos eran nuestros hermanos.

En Beit Sahur, los cristianos son más numerosos que los musulmanes. Pero, en lo que se refiere a nuestra sublevación, no existen diferencias. Somos solidarios unos con otros. Lo que le hacen a mi vecino musulmán me concierne también a mí, que soy cristiana. Desde que comenzó la Intifada, nuestra pequeña ciudad es conocida en todas partes, tanto en Israel como en el extranjero.

Antaño vivíamos a la sombra de Belén. Pero, desde que empezó la Intifada, los israelitas hablan más de Beit Sahur que de Belén. Resistimos y no les tenemos miedo a los militares, y eso nos ha dado celebridad, incluso más allá de las fronteras de Palestina.

Nosotros, los cristianos, pensamos que la causa palestina es la causa del pueblo palestino en su conjunto, tanto la causa de los musulmanes como la de los cristianos. Nunca hemos estado tan unidos. El primer mártir de nuestra región era cristiano. Se llamaba Edmond Elias Ghanem. Era la víctima nº 278 de la intifada; murió, el 18 de julio de 1988. No tenía más que diecisiete años. El pobre Edmond no murió en combate. Pensamos que fue la víctima inocente de la venganza de los soldados israelitas.

Sucedió un lunes por la tarde. Era un día tranquilo, sin manifestaciones. Edmond y su hermano pequeño volvían a su casa. Pasaron frente a un edificio en el que los israelitas habían instalado su puesto de guardia. Era un edificio de cuatro plantas, con una tienda de campaña colocada en el tejado para los soldados. En el momento en que Edmond y su hermano pequeño pasaban frente a la casa, una losa de piedra cayó desde lo alto. Fue a caer encima de Edmond, aplastándole el cráneo. Murió al instante.

Dijeron que la losa se había caído sola y que dio la casualidad de que en ese momento Edmond pasaba por la calle. "Es un lamentable incidente" -dijeron los soldados-. Pero nadie les creyó. Desde aquel día, perdimos toda confianza en ellos. La rebelión rugía en todo el pueblo. Nadie respetó el toque de queda. Todos, absolutamente todos los habitantes de Beit Shur, vinieron a la iglesia ortodoxa para escuchar el réquiem en memoria de Edmond Elias Ghanem, el mártir. Todos estaban allí, tanto los cristianos como los musulmanes. Todas las campanas de Beit Sahur repicaban y, desde lo alto del minarete de la mezquita, se escuchaba el canto fúnebre del muezzin cuando Edmond fue enterrado.

Pero, en Beit Sahur, la Intifada no llegará a su fin hasta el día en que hayamos alcanzado nuestra meta; sí no, los nuestros habrán sido sacrificados en vano. Por otro lado, no depende de nosotros decidir el momento en el que ha de pararse la Intifada, sino de la OLP.

En el mes de julio de 1988, llevamos a cabo una acción que hasta entonces no se habían atrevido a emprender en ningún sitio: la desobediencia civil. En aquel mes de julio, todos los periódicos hablaron de nosotros y de nuestra Intifada silenciosa. Hasta entonces, siempre habíamos pagado regularmente nuestros impuestos. Luego, de repente, exigieron unas sumas desorbitadas que nadie podía pagar. El aumento fiscal que exigían correspondía a los últimos veinte años. Hicieron una redada para cobrar los impuestos. Y, como nos negábamos a pagar, entraron en las casas para confiscar todo aquello que ellos consideraban que tenía algún valor. Se llevaron televisores, lavadoras y nos quitaron los coches. Entonces, fue tanta la ira de los habitantes de Beit Sahur que les entregaron su documentación a las autoridades militares. Aquello era muy arriesgado, ya que sin su documentación, el árabe no es considerado un ser humano. En este país, un árabe sin documentación, no puede dar un solo paso por la calle, Pero estábamos decididos a llegar hasta el final. Mil trescientos habitantes de Beit Sahur devolvieron su documentación y, como respuesta a aquel acto de desobediencia civil, los militares decretaron el toque de queda por un período de doce días. Entre los documentos de identidad que fueron devueltos, escogieron ocho, cuyos titulares, acusados de ser dirigentes de la rebelión, fueron condenados a seis meses de internamiento.

El toque de queda fue un duro golpe para nosotros. No estábamos preparados y, en algunas casas, no quedaban las suficientes provisiones. Los soldados estaban tan furiosos que amenazaban con disparar, incluso a cualquiera que estuviese en el umbral de su casa o se asomase al balcón.

Cuando se establece el toque de queda, las noches son lúgubres. Hay un silencio mortal en todas partes. Ni siquiera pasa un solo coche; de vez en cuando, tan sólo una patrulla militar. En mitad de la noche se oye bien a los soldados, y también el ruido que hacen. Dan gritos como animales por sus altavoces, eructan y nos insultan.

Los centinelas que están apostados sobre los tejados de nuestras casas ensucian adrede el agua potable. Lavan su ropa interior en los depósitos de agua que tenemos y, a veces, los utilizan como lavabos.

La participación de las mujeres en nuestro combate vale lo mismo que la de los hombres. El hombre con el que yo desee casarme algún día deberá ser un patriota. Tendrá que ser un hombre instruido y me gustaría que estuviese bien físicamente. Antaño, eran los padres los que elegían los maridos de sus hijas. Ahora ya no es así, gracias a Dios. Claro está, me importa mucho la aprobación de mis padres, pero seré yo quien elija. Los hombres ya no nos intimidan. Para mis amigas y para mí, los chicos son nuestros camaradas. En nuestro combate, actuamos hombro con hombro.

De este modo, cada cual desempaña un papel preciso en este combate. Yo, por ejemplo, pertenezco al Comité de Socorro. Me llevo a todas las manifestaciones un pequeño botiquín de primeros auxilios. También pertenezco al Comité de Ayuda Social. Mi tarea consiste en visitar a las familias de los mártires, en cuidar a los prisioneros. Otros forman parte del Comité de Guardia. Vigilan por turnos y nos previenen de las agresiones de los colonos. Los colonos siempre vienen por la noche. Recorren en coche las calles de Beit Sahur y, para que sepamos bien de dónde viene, hacen ondear sus banderas con la estrella de David. A través de sus altavoces, nos envían saludos: -¡Somos nosotros, vuestros amigos los colonos! ¡Que nadie salga de su casa; sí no, disparamos! ¿Comprendido?- Y para que no quepa la menor duda de que lo harán, disparan al aire. Siempre llevan fusiles. Pasan por Beit Sahur cuando cogen el autobús judío, ya que la ciudad está situada en esa línea. Esos autobuses están bajo extrema vigilancia, van flanqueados por "jeeps" militares. Para nosotros, son blancos por antonomasia. Y siempre les acertamos. No hay ya ni uno solo de sus autobuses que no tenga un cristal roto o cuya carrocería esté intacta.

Tengo un hermano. Tiene diecinueve años. Él también tiraba piedras y, un día, le lanzó un cóctel Molotov a un coche militar. Mi hermano participaba en todas las acciones, Sospechábamos que, sin duda, alguna noche vendrían a buscarle. Llegaron a las dos de la madrugada. Mi corazón empezó a latir alocadamente cuando les oí gritar "Iftah -abrid"- y dar golpes en la puerta con las culatas de sus fusiles... Todos temíamos por lo que le pudiera suceder a nuestro hermano. Él sospechaba a ciencia cierta que algún día le harían pagar por todo lo que había hecho. Pero, para él, la causa valía ese precio, nuestra causa: Palestina. Contratamos un abogado judío. Nos trae noticias de mi hermano. Está internado en el campo de Ansar III, en el desierto de Negev. En campo siniestro. Se dice que en Ansar se muere de muerte lenta. A mi hermano le han condenado a dos años de internamiento, aunque el cóctel Molotov no alcanzó su objetivo.

No somos los únicos que lanzamos piedras; en ocasiones, los soldados también nos las lanzaban a nosotros. Un día le tiraron piedras a mi madre, porque advirtió a unos muchachos de la llegada de los soldados. La piedra le alcanzo en la cabeza, sangraba mucho.

Hemos descubierto un nuevo juego. Consiste en atrapar al vuelo las granadas lacrimógenas para volvérselas a tirar a los soldados. Resulta divertido el espectáculo de los soldados israelitas escapando delante de la chebab, tosiendo y llorando. Pero nuestro triunfo no dura mucho tiempo, siempre se vengan.

Tengo un primo; tiene dieciocho años y le aprecio mucho. Participaba en todas nuestras acciones. Cuando le dijeron que los soldados le estaban buscando, se escondió en la montaña. Los soldados fueron a casa de su padre y, como no encontraban al hijo, les confiscaron la documentación al padre y al tío. "¡Hasta el regreso del hijo!-" -dijeron. Sin documentación, el padre no puede ir trabajar. Mi primo estuvo escondido durante un mes. El día en el que regresó a su casa, los soldados le arrestaron inmediatamente. Ahora, también él está en el campo de internamiento de Ansar. Cuando me dieron la noticia de su arresto, lloré mucho. Tenía miedo de no volver a verle nunca más.

A veces, los soldados intentan confundirnos adrede. Pero ya no caemos en sus trampas. El mes pasado ocurrió lo siguiente: soldados y policías vestidos de civiles pararon a todos los coches que tenían matrícula palestina y les obligaron a salir a los ocupantes. Les cogieron sus keffeh, Se los pusieron en la cabeza y prosiguieron su camino... como si fueran palestinos. En cuanto se encontraban con un grupo de jóvenes, les gritaban "¡hay una manifestación allí, id rápido!"; sólo una vez unos jóvenes cayeron en la trampa; los atraparon y los encerraron en la cárcel. Ahora los jóvenes les contestan: "¿porqué no vais vosotros?, nosotros no nos manifestamos".

¿Existe algún país en el mundo en donde los niños no tengan derecho a ir al colegio, en donde las universidades permanezcan cerradas durante años? Para que nuestros niños no se conviertan en analfabetos nos vemos obligados a instruirles a escondidas. Esta mañana, mi hermana se fue a dar clases. Es institutriz y pertenece al Comité de Enseñanza. No dice dónde da las clases, ni siquiera a mí. Hay que impedir que los militares se enteren. Si la descubriesen enseñando a leer y a escribir a nuestros niños, la encarcelarían.

El Viernes Santo del segundo año de la Intifada, un grupo perteneciente al movimiento Shalom Arshaw (la Paz ahora) vino a visitarnos. Poca gente estaba al corriente, era necesario evitar que los soldados descubriesen su llegada.

Aquel viernes, en el crepúsculo, setenta israelitas, hombres, mujeres y niños, viejos y jóvenes, llevando en sus mochilas su comida kasher, vinieron desde Jerusalén atravesando las montañas para vernos. Vinieron andando, a escondidas metiéndose por atajos que se desviaban del camino. Les albergamos en la periferia del Beit Sahur, en un pequeño barrio donde viven sobre todo profesores.

Prepararon su comida del shabbat y encendieron velas. Entonaron sus cánticos y nosotros les escuchamos. Nos dijeron: "Venimos para hacer las paces, para partir el pan con vosotros... "y añadieron en voz baja: ...y no los brazos de vuestros hijos". Por la noche, estuvimos debatiendo hasta muy tarde sobre nuestra situación y nuestro porvenir común. Al día siguiente, les llevamos al centro de nuestra pequeña ciudad, en donde visitaron a mucha familias. En Beit Sahur eran muchos los que querían hablar con los judíos. Los padres conversaban y los niños jugaban juntos, los niños judíos y los árabes. No jugaron a la guerra.

Algunas mujeres judías quisieron ver a las madres de los mártires. Pero, frente a las casas de los mártires, vigilaban los soldados, no les permitieron visitar a las familias cuyos hijos habían muerto a manos de soldados israelitas. Luego, todos se reunieron en la iglesia católica, los palestinos, los israelitas, los cristianos, los musulmanes y los judíos. El alcalde de Beit Sahur estaba presente, así como profesores de la Universidad de Belén y de la Universidad hebraica de Jerusalén; e incluso vino un diputado del 1nesset (El Parlamento de Israel).

Una mujer que estaba sentada a mi lado me dijo: "Mi hijo murió en el Líbano; me dais miedo y desconfío de la creación de un Estado palestino". Yo le pregunté por qué había venido, si le dábamos miedo.

Ella respondió: "Para conoceros". También me dijo que era la primera vez que visitaba una localidad árabe y una casa árabe -y que seguía sintiendo el mismo temor. Era tan desconfiada, que yo no sabía de qué forma hablarle. Comprendí que serían necesarias otras muchas reuniones como esa para ahuyentar el miedo y la desconfianza.